Blogger Template by Blogcrowds

Por el Río Salado andaba una canoa. Era larga y finita, de una madera blanca y muy dura. Muy rara era esa canoa, fuera de lo común. Lo que sucede es que ésa era una canoa mágica. Cabían en ella muchas personas, todas las que quisieran viajar sobre ella.

El río era peligroso porque tenía mucha profundidad, por eso era necesario tener un capitán para organizar el viaje por el río. Había, en este viaje, dos capitanes: uno mujer y otro varón. Pero era éste el que llevaba el verdadero timón del asunto.

En total eran 53 personas las que viajaban en la canoa: 34 mujeres y 19 hombres. Es difícil de imaginar una simple canoa con tanta gente adentro pero es real, así lo vieron mis ojos.

En realidad, los 19 hombres viajaban en el agua, eran ellos los que llevaban la canoa llena de las 34 mujeres. Aunque todos sabían que no era necesario hacer eso el capitán decidió que todos los hombres vayan nadando para así cuidar un poco más a la canoa. Era un barquito muy preciado, muy valioso, era mágico y podía transportar a mil personas si quisieran, por eso debían, y querían, cuidarla lo más posible. Los hombres preferían esforzarse ellos antes de que la canoa se canse tanto, así podrían aprovecharla por más tiempo: sus hijos y los hijos de sus hijos, todos podrían disfrutarla.

Las mujeres viajaban arriba, lo que hacían era descansar, tomar sol y charlar. Sólo la capitana tenía que estar atenta.

Los hombres iban formados en el agua. El capitán delante de todo, atrás de él iban dos hombres y así hasta llegar a las 9 pares de hombres afilados atrás del capitán. Todos ellos estaban enlazados unos a otros con un lazo grueso. Un extremo lo llevaba el capitán y el otro la capitana. Ésa era la única función de ella, una función muy importante y que requería de una gran responsabilidad.

El viaje era largo, pero los hombres se consolaban unos a otros para aguantar el cansancio de nadar por tantos días.

Además de poder llevar a muchas personas, la canoa era mágica porque podía hundirse en el agua y luego volver a la superficie como si nada hubiese pasado. Pero no se hundía completa, sólo la punta de la canoa, donde estaba sentada la capitana podía zambullirse en el agua. Era para remojar un poco los cuerpos de las mujeres muertas de calor por culpa del sol radiante que las acompañaba todos los días en el viaje.

La mujercita capitana, era joven y linda. Ella era la única que realmente miraba a los nadadores, necesitaba estar conectada con la otra parte de la tripulación. Todos ellos eran hombres buenos y llenos de músculos, grandotes y muy fuertes. Y es así como de tanto mirarlos se enamoró del más lindo y fortachón: el capitán. Desde ese momento era al único que miraba, no paraba de pensar en él ni un segundo. Siempre se lamentaba la distancia que los separaba, hasta que se le ocurrió una idea para poder estar un poco más cerca de su amor.

Cada vez que zambullía la punta de la canoa, lo hacía avanzando entre la fila de hombres que nadaban en el río. Todos festejaban el gran truco que la capitana hacía de meter la canoa dejado el agua y dirigirla hacia donde ella quisiera. La mujer cumplía muy bien con su función de dirigir el barco: podía hundirla y sacarla del agua cuando quería y cuán hondo ella lo desee. Así fue tentando a la canoa. Cada vez quería avanzar un poco más, cada día un poco más dentro del río, cada vez más mujeres quedaban mojadas. Pero todos estaban felices por la hazaña de la capitana.

Sólo el capitán desconfiaba un poco porque no le parecía tan seguro que se hundiera tanto, y cada vez más, la canoa. Él pensaba que llegaría un momento en que la canoa no tendría más fuerza para salir a la superficie. Pero no dijo nada de todo lo que pensaba.
La mujer tenía un solo objetivo que era tener en sus brazos al bello capitán. Ella se sentía muy segura por todos los gritos y aplausos de apoyo a sus maniobras. Le decían que era muy audaz, pero al mismo tiempo una buena conductora de canoas. Ella tenía un poco de miedo por lo que hacía, pero se quedaba tranquila pensando que esa no era una canoa común y corriente, sino que era mágica y, sólo por eso, nada malo podría pasarle.

Un día después de mucho tiempo de viaje y mucha práctica en la zambullida de la canoa, la capitana se sintió lista para llegar hasta el capitán. Su plan era sumergir la canoa hasta darle un beso a su amor (podía hacer esto porque cuando se hundía la canoa la única parte del cuerpo de las mujeres que quedaba fuera del agua era la cabeza) y luego volver a navegar normalmente.

Pero, por lástima, algo salió mal. Forzó demasiado a la embarcación y todas las pasajeras cayeron al agua directamente. La capitana perdió el control y una vez que hubo zambullido tanto la canoa ya no pudo salir de abajo del agua.

¡Qué desilusión! Todo lo había hecho sólo para llegar y besar al capitán. Se arrepintió mucho de lo que hizo cuando vio a todas sus compañeras y sus dos hermanas en el agua, algunas incluso sin saber nadar. Nadie podía creer que la mágica canoa haya fallado.

El capitán se hizo cargo de todo, como era su deber. Organizó a los hombres para que mantengan flotando a las mujeres más débiles. Y esperó paciente que alguna otra embarcación pasara cerca.

Él a la capitana no la retó, pero tampoco la miró. La ignoró completamente y con eso le demostró lo ofendido que estaba con ella por haberse comportado tan egoístamente.

Por suerte nadie resultó herido ni ahogado, pero la pobre muchachita responsable del accidente no pudo parar de llorar y lamentarse haber perdido a su amor.

Para Axel.

Había una vez un país que no tenía otoño. Ninguno de sus habitantes recordaba haberlo visto jamás. No había dato alguno de su existencia. Y, como no lo tenían, tampoco lo conocían.

No estaban enterados de que sí existía en otros lugares hasta que un día cayó una hoja seca en el patio de Antonio.

Antonio era un ciudadano muy querido en Talpagara, el país sin otoño. Él vivía en frente de la frontera. Tenía 84 años y nunca en su vida había visto una hoja seca de árbol. Cuando la vió, la agarró y salió a la vereda.

Terminaba su vereda y venía la barranca del Río Verde: la frontera.

Antonio miró para acá, para allá, y nada. Pero, mirando con más atención, vió a una persona bajita en la orilla de en frente del río. Y rápido le gritó: "Ey! Usted sabría de dónde pudo haber salido esta hoja seca que encontré en el patio de mi casa?" "¿Cómo de dónde?" pregunta la persona bajita, "Estamos en otoño, los árboles cambian las hojas en esta estación del año. De verdes pasan a amarillas y luego se caen y vuelan por todos lados."

Antonio no entendía nada. No podía creer lo que escuchaba. ¿Otoño? ¿Qué era esa palabra? Pero sin preguntar más se metió de nuevo a su casa a pensar.

Se imaginó cómo sería eso del otoño, eso de que se caen las hojas.

Tan lindo se lo imaginó que juntó a todos sus amigos para mostrarles la hoja seca, que guardaba como un tesoro, y contarles la experiencia de las dos orillas.

Como todo lo que no se tiene se quiere, todo el país empezó a desear el otoño con mucho fervor. No sabían más qué hacer para que se cayeran de una vez las hojas verdes de los árboles. Un día se pusieron a cantar todos juntos, al mismo tiempo, para que el otoño los escuche y por fin aparezca, pero nada.

Nada de nada no, porque la persona bajita del país de en frente, sí los había escuchado.

Al poco tiempo, los de Talpagara vieron que un puente se estaba construyendo desde la otra orilla del Río Verde hacia la de ellos. Nadie sabía para qué los del país de en frente estaban haciendo eso, pero Antonio y los suyos lo tomaron muy bien y los ayudaron a terminar el trabajo.

Para ese entonces, después de varios meses de trabajo, el otoño se había terminado y en Talpagara ya se habían resignado a vivir por siempre sin hojas amarillas en los árboles.

Pero la persona bajita tenía todo pensado desde hacía mucho tiempo.

En el país de en frente las hojas secas sobraban, había montañas de hojas por todos lados, ya ni los chicos jugaban con ellas.

Entonces la persona bajita empezó a juntarlas. Hojas y más hojas. Las fue guardando en lugares inmensos. Cuando sus vecinos la vieron hacer eso, comenzaron a ayudarla y así se contagió todo el país.

Entre todos consiguieron camiones de carga y los llenaron con todas las hojas que habían ido guardando por todo el tiempo que duró el otoño. Una vez que el puente estuvo terminado, esperaron a que sea domingo, para que todos los de Talpagara estén en sus casas, y salieron para allá todos los camiones cargados de otoño.

Las hojas estaban cubiertas con plásticos para que no se volaran en el viaje.

La caravana de camiones venía por el puente y nadie entendía qué pasaba, pero todos estaban en la vereda mirando.

Antonio ya se imaginaba algo.

Ni bien el primer camión pisó Talpagara, destaparon las hojas secas que estaban cubiertas por plásticos. Y, a medida que los camiones recorrían todo el lugar, llenaban de hojas doradas las calles del país sin otoño.

Los camiones andaban, las hojas volaban. La gente de Talpagara estaba muy agradecida con su país hermano. Todos brillaban de alegría y se reían a carcajadas mientras jugaban a la guerra de las hojas. La persona bajita, muy divertida, también se reía como loca.

Es desde entonces, que todos los años, unidos por el Río Verde, el país de en frente le presta el otoño a su vecino y amigo país Talpaguara.

Cansada ya de vivir fracasos, fiascos y desventuras en el hermoso mundo del amor, Julieta se desquitó al fin con el pobre Marito que nada había tenido que ver con las desdichas de Julietita, al menos al principio.

Juli a lo largo de toda su vida se había encontrado con los más raros y pobres tipos que nosotras, sus amigas, habíamos escuchado alguna vez.

Cuando teníamos 16 años y estábamos todas locas en la escuela hablando de cómo tranza uno o el otro, ella siempre se quedaba con el malhumor de haberse agarrado a los chicos menos cálidos de la ciudad. Primero, uno que la besaba sin emoción ni lengua, después otro que siempre tenía gusto a napolitana en la boca. A otro pibe, casi tuvo que obligarlo para que la besara después de haber estado hablando y hablando durante toda la noche. Todos eran tropezones para ella y un mar de risa para nosotras que no dejábamos de apretar y meter lengua con los chicos más musculosos y de las mejores escuelas.

A los 20, cuando ya los temas eran un poco más subiditos de tono, ella seguía deleitando nuestro asombro con sus malas experiencias, muy graciosas en realidad.

Uno de sus primeros amantes, que se hacía el machote, acababa tan rápido que ella ni lo sentía adentro. Otro, que parecía buen tipo, en la intimidad, le criticaba tanto la celulitis del culo, que Juli en vez de calentarse quería llorar. Un flaco “serio” se le apareció con un arito en el frenillo del glande, otros dos colgando del prepucio y uno más en las bolsas de las bolas, ella, miedosa y cagándosele de la risa, lo mandó a mudar. Otro sólo quería metérsela por el culo. “¡Por el culo a vos 20!” decía Juli mientras se acordaba de esa época en la que decía, con su cara de más seria, que ella nunca iba a garchar “por ahí” porque era denigrante para la mujer.

Y todas seguíamos riéndonos, a los 16, a los 20 y ahora.

Lo que pasa es que era (o es) un poco exigente y eso la reprime un poco. Además no era de las más lindas del grupo, pero no se podía quejar, porque ningún pibe se olvidaba nunca del tamaño de sus melosas tetas. Tanto así que uno le ofreció casamiento después de haberse hecho una “turca” en ese paraíso carnoso.

Resulta, que a los 26, después de haber pasado por todo tipo de hombre, varón, pendejo y maduro, ella todavía no había encontrado a su media naranja. No estaba impaciente, pero…

En esto, yo, su amiga de toda la vida, le hago gancho, muy generosamente, con el tipo más sexy que yo había visto en mi vida. Sí, no exagero. Era precioso. Fuerte, masculino y al mismo tiempo delicado, de voz grave y dulce, y cabello despeinado. Lo veías y te morías de amor primero y de calentura después. Tenía 32 años, era gerente de un banco y, encima, se estaba construyendo una casita. Era el partido perfecto para cualquiera. Pero yo, y todas sus amigas sabíamos que era el tipo para Juli porque además él había estado revoloteándole encima y bueno, esas cosas se notan.

Lo que nadie entendía era por qué semejante bomboncito del cielo estaba solo. Miles de mujeres seguramente se le tiraban a diario ofreciéndole el cielo y la tierra a cambio de algún mimito o alguna noche fogosa. “Como él prefiera” decía Valeria, la chica que trabaja en el quiosco de la vuelta de casa, que lo conocía y que no paraba de regalársele en formas diversas.

La cuestión es que estaba sólo, solito. Y no era que le gustaba la poronga, no. Él siempre mostraba interés por las mujeres. Se le habían conocido algunas novias, pero a los pocos meses, otra vez solito. Era raro porque yo o cualquier otra lo hubiésemos agarrado fuerte de ese brazo musculoso y no lo hubiésemos soltado ni en pedo. Pero…

Bueno, al fin, él, alguien “bien”, se había fijado en Juli.

No pasó mucho y ellos ya estaban saliendo. Saliendo a tomar algo, a comer, a jugar al tenis, al cine, a la costanera. Pero nada se pasaba de unos muy cariñosos besos mojados y un par de manitos por aquí y por allá. Pero, nada. Nada de nada más.

Juli ya estaba un poco loca. Loca de amor desde el segundo día, cuando él llego a su casa con un ramo de flores hermosas y una caja de chocolates, y loca también por coger con ese machito de América.

No quería ser ella la que iniciara las cosas, y parecía que él quería guardar “eso” para un momento muy especial.

Sus amigas, ya no sabíamos qué pensar, con qué justificarlo. Estaba todo listo y nada.

Este guapo del que les hablé tan fervorosamente es Marito. Marito, el solito. Y ésta es la copia del mail que nuestra querida Juli le escribió después de varios días de regalos y lindos besos:

“Mario, macho de América:

Ya me imaginaba yo que semejante hombre no podía estar solito por la vida. Ya pensaba yo que algo raro había en tu generosa amabilidad y romanticismo. No podía ser que mi suerte haya cambiado. ¡Si ya lo sabía yo!

No me caliento en ser buena con vos. Lo lamento mi querido. Te dejo hoy, después de nuestro primer encuentro sexual porque la tenés chiquita. Chiquita como un maní, tan chiquita que ni de lápiz me sirve. ¡Con razón eras tan bueno!

¿¡Qué hice yo para encontrarme con vos pija minúscula!?

Te confieso que estoy mal más que nada porque me había encariñado con vos, pero no puedo tener una pareja sin pito. Y disculpame si soy muy violenta en esta carta, lo que pasa es que estoy podrida de encontrarme siempre con un hombre raro. Raro por esto, raro por lo otro, ¡nunca uno bueno, che!

Así que bueno, chau Marito. Te dejo solito.

(Lo que se van a reír mis amigas cuando se enteren…)

Juli, la cagada por elefantes.”

Maestra mia.

Mamáaaaaaaaaaa,
me
mentiste!
Mi
maestra
murió
murmurando
Mariano...

Mi
mal,
mi
mente,
mi
mano,
mis...

Marchan
maratones
mundiales
memorando
mi
maestra.

Mantas
mugrientas
me
mantienen.
Mundos
malos,
melodías
macabras,
malabares
mágicos,
murgueros
malhumorados...
multitudes
mirando
mi
mano
matando.

A Antonio

A
ardiente
amante
amarronado,
abandonado,
arrugado.

A
aturdido
alquimista
atontado
anteayer
al
apartarme,
alejarme.

Agobiado
asaltó
a
alma
amarilla-amor,
áspero
antojo.

Ayyyy!
Amor... Antes amanecía azul,
ahora, anaranjado...

Acaso acabaste allí?
Andate!

Acalambrada acá...
Amargada, angustiada...

Ana.

iLERA

Nos metimos a dormir. La cama era más chica de lo que me había parecido ayer cuando estuve con J.J. y me sentí un poco incómodo con su olor a señora que trabaja mucho.
Ahora era L.R. quien se tiraba en la cama. Se tiró. No reaccionaba ni a mis empujones, ni a mis gritos así que la alcé para acomodarnos bien y, vestida y todo como estaba, con esos duros pantalones de jean claro, la metí abajo de la única frazada que nos había tocado por esos días.
A medio metro de, ahora, nuestra cama, para la izquierda, estaba esa chica flaca, un poco avejentada y de intensas expresiones que apodé Rula para nombrarla acá y algún que otro sábado de cantina. La Rula era una mota de pelo enredado con una personita chiquita y amarilla abajo.
Para el otro lado estaba el gordo del ex 5º D. Lo tuve que soportar antes en el edificio y ahora acá. Era increíble. Hay veces que quiero que se muera, bueno… que simplemente deje de venir acá, así su lugar queda vacío y puede venir a ocuparlo alguien más, alguien sin tantos olores y ruidos intestinales. Pero últimamente, no consigo nada de todo lo que quiero.
Antes, en el bar yo no estaba tan borracho como W.L. y sin embargo seguia sin moverse de la barra cuando nosotros nos fuimos. Yo no podía emborracharme, tenía que controlar mis tragos para no perder lo que me quedaba de caballerosidad, (que poco era). Ella casi que me obligaba. Me mantuve al límite. Aunque no había otra cosa en el mundo que quisiera más que morirme de alcohol esa noche. W.L. no dormía acá, no me acuerdo si vino por unos días o no. No importa, nunca le llevé el apunte.
Algunas vueltas me juntaba a tomar algo con J.L. y W.J. Éramos un buen grupo, pero un buen día esos encuentros se volvieron mudos y, sin saber cómo, nos rescató de la casi inevitable demencia la R.S. que por esos días se la jugaba de heroína.
Lo que pasa es que los chicos…
De todos modos, nunca dejé de darme un gustito con alguna que otra cosita. Igual, pasado unos años empecé a tomar lo que encontraba por ahí o regateaba de por allá. Algún vinito baratito, ginebra seguramente reducida con agua, que me fiaba el de la vieja cantina, o algún licor ya fermentado que encontraba en los elegantes basureros de las casas de la gente bien. Bien. No como esta señora que tengo al lado, casi pegada a mi piel, que me acalambra el brazo con su pesada cabeza. No. No, gente bien.

Older Posts